Llego acalorada dentro del majestuoso edificio que se alza en medio de la plaza. Entro y respiro aliviada al notar el aire acondicionado que refresca mi piel sudada y caliente por este sol abrasador de junio. Hoy son las últimas entrevistas con las maestras antes de vacaciones. Tal vez sea muy mala madre diciendo esto, pero me da una pereza abismal. Ya sé lo que me van a decir. La maestra de Paula es una mujer joven y sensible, de estas que el primer día de clase hace una radiografía completa de sus alumnos y es capaz de sacar lo mejor de ellos. Me dirá que es una niña estudiosa, que se lleva bien con sus compañeros, aplicada y respetuosa, pero que no cree suficientemente en ella misma y me va a detallar todos los pequeños logros que ha ido haciendo a lo largo del curso, no sólo académicos, si no también de superación personal. Entonces yo voy a notar como mis ojos se enturbian de la emoción y del orgullo de madre que siento. Siempre me pasa. La profesora de Juan es harina de otro costal. Una mujer de la vieja escuela que aburre a los niños a base de repeticiones absurdas y es incapaz de verlos en mayúsculas. Esta me dirá que Juan no va bien en mates y que su caligrafía es pésima y voy a salir de la escuela de mala leche con ganas de llegar a casa, abrazar a mi hijo y decirle que es perfecto.
Me siento en los bancos de madera del pasillo fresquito, me fijo en las baldosas hidráulicas, verdes y blancas que van formando círculos concéntricos repitiéndose a lo largo y ancho del suelo. Siempre que vengo me fijo en ellas y en la única que va por libre totalmente ajena a la armonía del dibujo, me gusta imaginar qué le pasó por la cabeza a la persona que estaba colocando las baldosas, cómo no pudo fijarse en que la ponía del revés, o tal vez fuera intencionado, una insignia propia que fue repitiendo en diferentes casas y edificios. Mirar las baldosas me ayuda a no pensar en la lista de quehaceres que me esperan después de la entrevista: recoger los patines de Paula, ir a hacer la compra, acabar el expediente para mañana del trabajo… Una voz masculina con acento argentino grita mi nombre sacándome de mi estado meditativo.
—Sandra, ¿Sos vós?
No he alzado la vista todavía y mi cuerpo se ha estremecido, una oleada de calor ha subido por mi entrepierna como si mi cuerpo reaccionara antes que mi mente, como si la memoria estuviera impregnada en mi piel.
De repente me veo con veinticinco años y estoy alquilando kayaks en Ses Illetes, playa típica de Formentera. Se me acerca un muchacho con el pelo largo de color azabache recogido en un moño, el torso musculado desnudo, con un tatuaje tribal en el brazo y lleva una cuerda rodeada al cuello que termina en un palo que está lleno de brazaletes de todo tipo: de hilo, cuero y semilla haciendo venta ambulante. Se acerca blandiendo una sonrisa ingenua y honesta y me pregunta cómo me va. Fue esa época de mi vida en que me perdían los chicos con acento argentino y si iba acompañado de sonrisa luminosa, mirada vivaz y cuerpo helénico, a ese no le iba a dejar escapar. Él vivía en una comuna en el bosque cerca del faro de La Mola. Era tan exageradamente guapo que a veces me quedaba en la cama ensimismada mirándolo dormir, sólo por el gusto de aprenderme sus facciones de querubín indígena, dulce y salvaje a la vez. Fueron los meses más hippies y liberales de mi vida. Todo el día iba descalza, mi piel casi negra, de tanto sol, estaba salada la mayor parte del día, vivía prácticamente en la playa, tenía un cuerpazo de muchacha joven y fuerte que no ha dado a luz y el pelo siempre enmarañado de la salinidad. Era joven, guapa, descarada y cada día follaba con el chico más guapo de la isla.
Sentada en el banco de madera del pasillo de la escuela levanto la cabeza y ahí está él. Sé que es él pero me cuesta reconocerlo. Los veinte años que han pasado desde la última vez que nos vimos le han cambiado, supongo que a mí también. Me choca la formalidad en su ropa, de hecho casi no puedo recordarlo vestido y ya no lleva esa melena larga en la que gozaba hundiendo mis dedos en ella para acercarlo a mí y comerle la boca, ahora lleva el pelo corto y una barba incipiente de cuatro días.
—¿Leandro? Qué fuerte… ¿Pero tienes hijos en esta escuela?
—Sí, la reputa, pero ¿vós también?
—Sí, joder, no me lo puedo creer…
Me acerco para darle dos besos pero me sorprende agarrándome de la cintura para darme un abrazo. Siempre tan impulsivo. Ya no huele a sal, sudor y arena, ahora huele a hombre formal que va a una entrevista con la maestra de su hijo, aunque estos abrazos lo delaten y los músculos sigan intuyéndose debajo de la camisa de algodón. Me viene, de manera inevitable, el recuerdo de mi lengua recorriendo la tinta adherida a su piel y me aparto nerviosa.
Me explica que por temas de trabajo no puede venir nunca a buscar a su hijo, tiene sólo uno, de cuatro años. Nos ponemos al día con los típicos temas de trabajo, residencia, recorrido de estos años, hasta que se terminan los tópicos y no sabemos muy bien qué decirnos. Jamás tuvimos mucho en común ni demasiado de qué hablar, la diferencia entre antes y ahora, es que entonces los silencios no eran incómodos, sino un mero preludio del sexo que teníamos a todas horas. Me acuerdo que cuando se terminó la temporada y marchamos de la isla quedamos un día en Barcelona a tomar unas copas. Antes de salir le comenté a mi compañera de piso que seguramente volvería acompañada, incluso cambié las sábanas y puse unas rojas muy sensuales (las de follar, vamos). Fue la velada más incómoda que he tenido en años, me aburrió hablar de cosas formales como planes de futuro y pisos de alquiler caros y entonces me di cuenta que esta historia fuera de Formentera ya no tenía sentido, que habíamos vivido en una burbuja donde nuestro único objetivo era buscar calitas desiertas y rincones escondidos para ver la puesta de sol y perdernos el uno con el otro .
Nos salva Laura, la maestra de su hijo, que lo llama para hacer la entrevista. Antes de irse nos damos los números de teléfono como mero trámite de buena educación, pero los dos sabemos que no nos vamos a llamar.
—¿Quedamos un día para hacer un café? ¿Qué me decís?
—Sí, claro, me encantaría— Respondo con la mejor cara de póquer a todas luces fingida y nos despedimos con dos besos y otro abrazo.
—Me encantó verte, Sandrita, ¿sabés? estás tan linda como entonces…— Y me dedica una de sus sonrisas, de esas amplias y sinceras que me fundían por dentro y vuelvo a ver al muchacho de veintiocho años con el torso desnudo en la playa. Oírle decir Sandrita tiene un impacto en mi cuerpo instantáneo. Me suben los colores mientras balbuceo nerviosa algo ininteligible, creo que un gracias y me vuelvo a sentar.
De repente mi lista de quehaceres pasan a segundo plano y los recuerdos se agolpan en mi mente uno tras otro. Me viene a la cabeza el día que fuimos por el camino romano a La Mola y nos desviamos para terminar en unos acantilados donde las vistas eran espectaculares. El sol se ponía, las luces caprichosas del ocaso tintineaban sobre un mar turquesa en calma, Leandro se sentó detrás de mí mientras veíamos la puesta, abrazándome con sus anchos brazos. Sólo se oía el vaivén de las olas chocando rítmicamente en las rocas, el sonido hueco del mar entrando en algún surco y las gaviotas que a esa hora planeaban con elegancia encima de nosotros. Cuando el sol se perdía en el horizonte y el color rojizo del crepúsculo teñía el paisaje, sus dedos empezaron a jugar con mis pezones, liberándolos de la fina tela que los separaba del exterior, jamás llevaba sujetador en esa época. Mi espalda se arqueó buscando su beso en mi cuello salado, presionando los glúteos hacia su sexo que empezaba a estar erecto. Sus manos empezaron a bajar de los pechos hacia la barriga, de la barriga hacia mis genitales húmedos que lo esperaban. Leandro tenía unas manos prodigiosas, era capaz de hacerme llegar al orgasmo con sólo rozarme con sus dedos y mientras el sol se perdía dentro del azul del mar sus yemas acariciaban rítmicamente mi clítoris y sus besos húmedos se perdían en mi cuello. Le agarré fuerte de las rodillas al notar la oleada de calor esparciéndose desde mi zona genital indicando estar al borde del orgasmo, sus dedos no paraban, su lengua jugando con el lóbulo de la oreja y mis gemidos debieron llegar hasta el último rincón de la isla cuando el clímax me sacudió de arriba a abajo. Ese día tuve uno de los orgasmos más intensos de mi vida. Oigo mi nombre y me revuelvo en la silla nerviosa, como si me hubieran pillado infraganti haciendo alguna fechoría indebida. Vuelvo a ser Sandra, madre de dos niños que viene a hacer la entrevista de final de curso. Me levanto y decido, a modo de vestido fresco y vaporoso de verano, llevarme puesto el recuerdo, volver a las ganas de comerme el mundo, a la pasión y al descaro y mientras me acerco a la sala de reuniones empiezo a pensar qué sorpresa puedo hacerle a Miguel esta noche.
Foto: ekaitz.es
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