Me acabo de despertar, sumida en un orgasmo tan intenso como largo. Son las cuatro y treinta y dos de la mañana. Mis manos estaban descansando sobre la tripa, así que deduzco que ni siquiera he llegado a tocarme. Ya van varias ocasiones en las que mi mente es capaz de provocarme esta convulsión tan placentera, en las que un sueño puede llegar a despertar todo mi cuerpo y estimular cada rincón de mi piel. He querido escribirlo porque todavía lo recuerdo.
Estoy tumbada en la misma cama en la que me encuentro, pero siento un peso que me aplasta contra el colchón. Tengo ganas de ir al baño, pero no puedo moverme. Esta sensación intermitente de querer hacer pipí me confunde y me excita por momentos. Siento una presión, siento cómo palpito y, de repente, la habitación se empieza a llenar de extraños. No puedo contarlos, pero son más de cinco.
Uno de ellos se inclina sobre mi cama y, con unas tijeras, corta las dos tiras de mi camisón. Sin pronunciar palabra, acaricia el borde inferior de la prenda, y empieza a desnudarme deslizando la tela hacia mis pies. Cierro los ojos y me concentro en el roce, respirando cada vez con más fuerza. Sé que bajo el camisón ya no hay nada, y que todos me pueden ver. El mismo hombre, me coge de la mano y la deja sobre mi tripa.
Miro a mi alrededor, y reparo en una mujer. Me mira con determinación, y me anima a seguir con el juego. Vuelvo a dirigir la mirada hacia el techo y, antes de deslizar mi mano derecha hacia abajo, beso mis dedos con los labios. Aunque, en realidad, tampoco es que necesitase humedecerlos. Mi cuerpo ya está haciendo bien su trabajo. La mano izquierda, sin embargo, sigue sin encontrar pulso.
Me acaricio e inmediatamente sé que, si quiero, podría acabar el sueño en diez segundos. Pero no tengo prisa. Las personas que me rodean no hacen otra cosa más que observarme. Van todas vestidas con una túnica negra, y no distingo dónde quedan sus brazos. Imagino que también se estarán acariciando, pero no percibo movimiento en sus hombros. Tiene sentido porque, si están imitando mi mismo ritmo, por ahora es cariñosamente lento.
Quiero que acaben conmigo, y que sientan este ardor. Empiezo a ir más rápido, ayudándome con el vaivén de la cadera, al compás de unos latidos extremadamente acentuados. Sonrío porque me conozco, tan bien que sé que nadie podría hacérmelo mejor. Dejo de sonreír, porque quizás no es lo que quieran ver. Sus hombros ahora sí se mueven. Me excita sentirnos tan en harmonía, y a la vez tan independientes. Quiero que esta sensación perdure, pero ya no puedo más. Me duele el cuerpo. Hace ya tiempo que quiere gritar, y no le dejo. Acelero, y me freno. Y acelero de nuevo, avisándoles con la mirada de que ya llego. Que llego. Y despierto.
Mi habitación se vacía. Estoy sudada y el corazón parece que se va a salir del pecho. Jadeo. Voy al baño, y me refresco.
Vuelvo a mi cama y deseo poder conciliar de nuevo el sueño. Quiero recuperar su compañía. Quiero que se estiren a mi lado, y que me abrecen, desnuda como estoy.
Relato de: Marta Soria
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